Miro alrededor: veo dolor, ira, rabia, miedo... También veo amor, belleza, libertad... pero están agazapadas entre las primeras piedras. Sentimos un deseo irrefrenable de cambiarlo todo, de jalear a quienes gobiernan, de bajar de sus pedestales a quienes ostentan el poder tan nefastamente, de aplicar justicia sobre los jueces y sobre las mismas leyes... Hemos creado un mundo en el que las clases políticas se han convertido en esclavizadores mientras consentíamos, un mundo en el que la pobreza es ya razón suficiente como para comprobar que los sistemas conocidos no funcionan. ¿Cómo podemos decir que funciona algo que mantiene a más de una persona muriéndose de hambre? ¿Qué mundo de locos es éste?
Sentimos tanta rabia, que la desbocamos incluso en nuestras casas. Somos violentos con el vecino de enfrente, con la señora del quinto, con el frutero de la esquina, con nuestro propio hermano... Nuestras emociones vibran como si estuvieran fuera de su sitio, como si alguien las hubiera sacado de su lugar original para desperdigarlas con un desorden total por nuestro cuerpo. Y desde ese caos estamos buscando el orden, desde ese caos queremos cambiar el mundo. Pero estamos llenos de rabia y de miedo, y si nuestro jefe nos pide que hagamos algo, lo hacemos, porque tenemos miedo. Y mientras hacemos, damos poder a quien nos esclaviza y nos domina.
Enseñamos a los niños a olvidar sus talentos en aras de un “futuro cómodo”. Les enseñamos matemáticas, lengua, historia, sociales... pero están exentos de la educación del amor. Abandonamos a nuestros hijos porque tenemos que ir a trabajar, “por ellos”, decimos... por ese “futuro mejor” con el que nos engañaron a nosotros. “Lo hago por ti”… Y mientras, nos olvidamos de alimentar sus risas y sus juegos. Nos olvidamos de enseñarles a vivir sin miedo, de luchar por sus sueños, aunque nos parezcan poco rentables económicamente. Nos olvidamos de enseñarles a vivir. Tampoco nadie a nosotros nos enseñó a vivir. Y es cuando descubro esto, que siento una profunda compasión por el ser humano, por ese animal perdido y sufriente al que le duele cualquier opinión, cualquier palabra-daga, cualquier silencio, cualquier gesto… que antepone la autoridad de cualquiera a la suya propia.
Quizás uno solo no pueda cambiar el mundo, pero puede sembrar amor en su casa. Nadie nos ha enseñado a vivir, pero estamos a tiempo de no repetir el ejemplo.
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